Lámpara,
vaso de luz sin freno,
agua que sopla las sombras
alrededor de mi mesa,
humo y cáscaras de pintura,
humedad,
un busto póstumo hecho de plastilina,
papeles de la memoria perdida,
y sonidos que la calle rechaza sobre mi ventana.
Días provechosos.
Todo se queda en las palabras,
o,
mejor dicho,
en la asquerosa impotencia.
La rutina del trabajo.
Todo en la vida parece exigir paciencia.
Paciencia, algo ha de acontecer.
Sucederá.
Mientras tanto es necesario esperar,
mantener la calma.
Ámbitos existenciales: colina, bosque
y centro de manzana,
roces de luces por la avenida.
Galerías de poder hipnotizante.
El cuento que a todos nos gusta
antes de ir a la cama: mañana cambio.
Salgo a la calle.
Hace frío y ya es de noche.
Nadie contesta al otro lado del mar.
Tiro unas piedras y me vuelvo casi decepcionado.
¿y que hace mi queja sino alterar
el sonido de este bosque mudo?
Aguardar el prado. La llanura ilustre.
La pendiente del día se llena de luces
y se cierra el cielo hasta mañana.
Me siento a esperar.
Algo sucederá pronto.
Pronto Pasará pronto.
Un bosque raquítico engorda las plazas.
alrededor de su balbuceo,
las hojas caídas.
Esto podría no estar sucediendo.
Hasta podrías cambiar de tono.
Una ventana no deja de golpearse.
Su sonido es un ala de cartón mojado.
Se fue haciendo de noche, comencé a
notarlo,
pero me perdí ese punto en que
oscuridad y luz se confunden,
ese eslabón de plata y diamante donde
el cielo y la tierra se mastican.
Ahora es de noche y la luz
nos mantiene acá adentro,
en su laboratorio.
Esto podría no estar pasando.
Ni siquiera es así como sucede.
Hasta podrías cambiar de tono.
Junto a la ventana hay tres flores
abiertas
llegando al punto de quebrarse.
Tres flores blancas y la chica
que se escondía acurrucada en el
cajero automático,
con cara de vergüenza,
fumando descalza mientras se abrazaba
las rodillas.
Tres flores blancas entré para sacar plata.
El olor era asqueroso.
Antes de mi hubo dos señoras que no
se animaron.
Puse el código secreto y mientras la
maquina contaba
la miré con vergüenza, le guiñé mi
ojo nervioso,
un acto reflejo para escaparme y
girar la cabeza
mientras ella sonreía cansada tan
solo por un instante.
Por encima de las tres flores se
mantienen en pie
otras dos que todavía no se abrieron.
Son dos muñones verdes.
Dos cohetes que apuntan al techo.
Estas flores se abren con una velocidad sorprendente,
aún así nos preguntamos si llegarán a
hacerlo todas.
Les cambiaré el agua.
Las dejaré nuevamente junto a la
ventana.
Veremos.
Los vidrios oscuros reflejan el
interior de la casa.
Por detrás se asoman las ramas del
limonero
movidas por el viento.
Hay música de gas, bailarinas de
pastel
girando escondidas en el ojo de la
cerradura,
sonriendo al ver lo que hay del otro
lado de la puerta,
tapándose la boca, los
colmillos,
y esto quizás nunca pase,
ni acabe, ni un rastro,
ni siquiera cambiar el tono.
¿sería necesario?
¿es que hay algo que sea necesario?
Mañana miraré las flores cuando me
levante.
Ese sería un final.
Las tres tal vez ya se hayan
quebrado.
Las dos quizás nunca lleguen a
abrirse.
Compraré nuevas cuando todo esto
pase.
Volveré al cajero automático con un
muñón verde en el ojo.
Dos cohetes que apunten al techo y la
luz sobre las ventanas.
Los ojos de ella cuando busca un
pincel en el tarro.
Un ala de cartón mojada.
Sus manos cuando entran entre las
cosas.