Por la tarde las golondrinas se persiguen. Una
mosca zigzaguea frente a mis ojos cuando miro hacia afuera a través del
ventanal. Detrás de los vidrios brota la Santa Rita apoyada sobre el limonero
seco. Racimos de limones gordos cuelgan del árbol del vecino.
Un pájaro negro con una lombriz en el pico
naranja se estaciona sobre la Santa Rita. Ladea la cabeza un par de veces, veo
su ojo, ¿me está mirando? ¿Es eso un tordo? Desaparece tan rápido como llegó.
El viento suave mueve las plantas. A mis
espaldas escucho las notas que ensaya mi hermano en la trompeta como escamas de
metal. Me acuerdo de dos gitanos, que pescaban subidos a un barco pesquero
amarrado en el puerto, el fin de semana pasado, con sus cadenas de oro
alrededor del cuello y las muñecas, los brazos saliendo de la camiseta sin
mangas, su aire de guapos, sus latas de cerveza y un jilguero en la jaula que
dejaron apoyada hacia un costado.
“El
maestro no sabía nada más que esto: reirse. Un hombre así es raro en el mundo,
pero, después de todo, no deja rastro alguno.
El
hombre perfecto carece de yo, el hombre inspirado no deja demasiadas huellas de
su obra; el hombre santo deja influencias sin conseguir fama.”
(Chuang-tzu)
El motor de la heladera. El ruido de una sirena.
Una piedra que trajimos del mar está apoyada sobre el piso junto a la puerta.
El ruido de los coches. El gato duerme en el sillón. Un libro de Haikus, los
esbozos de Kerouac, Chuang-tzu y sus obras completas, un pedazo de caña cortada
para que sirva de pluma, la punta manchada con tinta china, hebras de té
hinchadas en el fondo de un vaso, la voz de la vecina, cinco limones en una
frutera, campanas de la iglesia, una flauta de caña, el graznido tristón de una
gaviota, un anotador en blanco, una regla de La Caixa, muerte en Persia, la
funda de una cámara de fotos, un cuello polar, un lápiz, los pasos del vecino
en el techo, la voz de un chico, chillidos de golondrinas. Una tela bordada con
flores de colores que mi hermano trajo de China cubre la mesa.
Pongo agua a calentar. Pasa un avión. Mi
hermano aparece, se come el resto de un pan y vuelve a su trompeta.
Después aparece Chet. Me huele los dedos del
pie y bosteza, se da unos lengüetazos, va hacia su plato, se lo queda mirando y
vuelve al sillón en donde retoma la lengüeteada.
Camino a la biblioteca, hace un rato, me cruzo
con el que fue mi jefe hace algunos años. Sonreímos, nos damos la mano. Le
gusta la gente políticamente incorrecta, lo hace sentirse ¿amplio?, ¿superado?,
no puedo explicarme de otra manera su actitud conmigo.
-
¿qué te paso?
Me lo quedo mirando en silencio. No sé qué
contestar.
-
Se te voló la cabeza –me dice con
gesto paternal.
-
Sí, se me voló la cabeza
-
Bueno, no pasa nada, así se
aprende –concluye cerrando el tema.
Le noto la cara hinchada, la papada. Me cuenta
que aquel que tanto quería jubilarse finalmente lo hizo, y ahora anda algo
arrepentido, no sabe qué hacer, y yo me acuerdo cómo criticaba su trabajo, y
que me decía “al final te enganchan”.
Me cuenta que aquel otro tiene cáncer, “está
vivo” dice, y me acuerdo cómo fumaba, que era bastante soberbio, le gustaba
navegar, andaba siempre bronceado y tenía un niño pequeño rubio bien rubio.
Por su parte, mi ex jefe, ya tiene un niño y
una niña, 2 y cuatro años. Me acuerdo que alguna vez intentó explicarme por qué
se consideraba el hombre más feliz del mundo. Me pregunta en qué ando, invento
un par de cosas y nos despedimos sonriendo. Ja. El hombre más feliz del mundo.
¿No te jode?
Ahora se oyen jilgueros o gorriones entre las
plantas de los patios, ¿quién soy yo para andar tomando notas como un ladrón?
¿Quién soy yo para violar, violentar, voltear la intimidad de los seres y las
cosas? ¿Quién para romper este silencio sagrado? Es como espiar, robar o
quebrar un huevo para tirar la cáscara.
El tronco seco del limonero. Los nudos. Las
moscas inquietas por encima de las hojas verdes. De las violetas sin flores. Las
flores marchitas de un rayito de sol. El sol naranja del atardecer contra una
medianera silenciosa. El vaivén de una rama. Los pies fríos. Las ojotas negras
gastadas, con restos de espinas. El gusto amargo de la cerveza que cuando era
chico no me gustaba. El catarro del tabaco en la garganta. Cuando era chico me
daba asco tocar un cigarrillo con los dedos. Las manchas de la pintura descascarada.
Mi gusto actual por lo viejo lo roto lo abandonado. ¿Actual? Mi falta de coraje
para salir a la calle y encontrar un puto trabajo. ¿Coraje?
Las golondrinas parecen desesperadas con tanto
cielo mientras atardece. En la cima del limonero seco el gato mueve la cola. Mis
pensamientos parecen desesperados rebotando en un espacio sin límites a pesar
del cráneo seco. El gato mueve la cola desde arriba como si estuviera saludando
a los que miramos desde abajo.
Viéndolas de espaldas, mientras ellas miran
las bandejas con cortes de carne, es evidente que son madre e hija – ¿o sería
su abuela?-, la forma del cuerpo, la altura, sólo que la joven lleva el pelo a
lo The Cure, a lo Tim Burton, y la vieja la cabeza como una avellana. Después
se paran en la sección de fiambres, junto a ellas un viejo grandote, encorvado
y con una joroba, ¿cómo podría explicar lo significativamente insignificantes
que me resultan estos tres seres?
Palma de Mallorca.
30/04/2009