viernes, 25 de septiembre de 2020

El hombre más feliz del mundo

 

Por la tarde las golondrinas se persiguen. Una mosca zigzaguea frente a mis ojos cuando miro hacia afuera a través del ventanal. Detrás de los vidrios brota la Santa Rita apoyada sobre el limonero seco. Racimos de limones gordos cuelgan del árbol del vecino.

 

Un pájaro negro con una lombriz en el pico naranja se estaciona sobre la Santa Rita. Ladea la cabeza un par de veces, veo su ojo, ¿me está mirando? ¿Es eso un tordo? Desaparece tan rápido como llegó.

 

El viento suave mueve las plantas. A mis espaldas escucho las notas que ensaya mi hermano en la trompeta como escamas de metal. Me acuerdo de dos gitanos, que pescaban subidos a un barco pesquero amarrado en el puerto, el fin de semana pasado, con sus cadenas de oro alrededor del cuello y las muñecas, los brazos saliendo de la camiseta sin mangas, su aire de guapos, sus latas de cerveza y un jilguero en la jaula que dejaron apoyada hacia un costado.

 

El maestro no sabía nada más que esto: reirse. Un hombre así es raro en el mundo, pero, después de todo, no deja rastro alguno.

 

El hombre perfecto carece de yo, el hombre inspirado no deja demasiadas huellas de su obra; el hombre santo deja influencias sin conseguir fama.

 

(Chuang-tzu)

 

El motor de la heladera. El ruido de una sirena. Una piedra que trajimos del mar está apoyada sobre el piso junto a la puerta. El ruido de los coches. El gato duerme en el sillón. Un libro de Haikus, los esbozos de Kerouac, Chuang-tzu y sus obras completas, un pedazo de caña cortada para que sirva de pluma, la punta manchada con tinta china, hebras de té hinchadas en el fondo de un vaso, la voz de la vecina, cinco limones en una frutera, campanas de la iglesia, una flauta de caña, el graznido tristón de una gaviota, un anotador en blanco, una regla de La Caixa, muerte en Persia, la funda de una cámara de fotos, un cuello polar, un lápiz, los pasos del vecino en el techo, la voz de un chico, chillidos de golondrinas. Una tela bordada con flores de colores que mi hermano trajo de China cubre la mesa.

 

Pongo agua a calentar. Pasa un avión. Mi hermano aparece, se come el resto de un pan y vuelve a su trompeta.

 

Después aparece Chet. Me huele los dedos del pie y bosteza, se da unos lengüetazos, va hacia su plato, se lo queda mirando y vuelve al sillón en donde retoma la lengüeteada.

 

Camino a la biblioteca, hace un rato, me cruzo con el que fue mi jefe hace algunos años. Sonreímos, nos damos la mano. Le gusta la gente políticamente incorrecta, lo hace sentirse ¿amplio?, ¿superado?, no puedo explicarme de otra manera su actitud conmigo.

 

-      ¿qué te paso?

 

Me lo quedo mirando en silencio. No sé qué contestar.

 

-      Se te voló la cabeza –me dice con gesto paternal.

-      Sí, se me voló la cabeza

-      Bueno, no pasa nada, así se aprende –concluye cerrando el tema.

 

Le noto la cara hinchada, la papada. Me cuenta que aquel que tanto quería jubilarse finalmente lo hizo, y ahora anda algo arrepentido, no sabe qué hacer, y yo me acuerdo cómo criticaba su trabajo, y que me decía “al final te enganchan”.

 

Me cuenta que aquel otro tiene cáncer, “está vivo” dice, y me acuerdo cómo fumaba, que era bastante soberbio, le gustaba navegar, andaba siempre bronceado y tenía un niño pequeño rubio bien rubio.

 

Por su parte, mi ex jefe, ya tiene un niño y una niña, 2 y cuatro años. Me acuerdo que alguna vez intentó explicarme por qué se consideraba el hombre más feliz del mundo. Me pregunta en qué ando, invento un par de cosas y nos despedimos sonriendo. Ja. El hombre más feliz del mundo. ¿No te jode?

 

Ahora se oyen jilgueros o gorriones entre las plantas de los patios, ¿quién soy yo para andar tomando notas como un ladrón? ¿Quién soy yo para violar, violentar, voltear la intimidad de los seres y las cosas? ¿Quién para romper este silencio sagrado? Es como espiar, robar o quebrar un huevo para tirar la cáscara.

 

El tronco seco del limonero. Los nudos. Las moscas inquietas por encima de las hojas verdes. De las violetas sin flores. Las flores marchitas de un rayito de sol. El sol naranja del atardecer contra una medianera silenciosa. El vaivén de una rama. Los pies fríos. Las ojotas negras gastadas, con restos de espinas. El gusto amargo de la cerveza que cuando era chico no me gustaba. El catarro del tabaco en la garganta. Cuando era chico me daba asco tocar un cigarrillo con los dedos. Las manchas de la pintura descascarada. Mi gusto actual por lo viejo lo roto lo abandonado. ¿Actual? Mi falta de coraje para salir a la calle y encontrar un puto trabajo. ¿Coraje?

 

Las golondrinas parecen desesperadas con tanto cielo mientras atardece. En la cima del limonero seco el gato mueve la cola. Mis pensamientos parecen desesperados rebotando en un espacio sin límites a pesar del cráneo seco. El gato mueve la cola desde arriba como si estuviera saludando a los que miramos desde abajo.

 

 

Viéndolas de espaldas, mientras ellas miran las bandejas con cortes de carne, es evidente que son madre e hija – ¿o sería su abuela?-, la forma del cuerpo, la altura, sólo que la joven lleva el pelo a lo The Cure, a lo Tim Burton, y la vieja la cabeza como una avellana. Después se paran en la sección de fiambres, junto a ellas un viejo grandote, encorvado y con una joroba, ¿cómo podría explicar lo significativamente insignificantes que me resultan estos tres seres?


Palma de Mallorca. 

30/04/2009

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