Tres de la mañana.
La tos del vecino retumba en la pared.
Tambores africanos. Alguien ha muerto.
En la oscuridad del desvelo,
donde anida el búho la pupila irritada,
rasgo las últimas telas
y del sueño el diamante muelo,
cuando anuda el puño la cara cegada,
en la habitación vacía,
la perla más rara,
engarzada en la frente,
lanzada y echada se arrastra por el piso,
entre la lengua de las flores y de las cosas mudas,
supura su rabia pura,
derrama el áspero néctar,
los tambores de la farsa naufragan a todo galope,
y se posan desnudas,
se abren camino, sus uñas,
grabando un trono furioso y en calma.
Tres de la mañana.
Tose un viejo solo en su casa.
Cazadores del fuego con la quilla quebrada
y el borracho timón
las velas se abollan hacia puertos de cera
y bahías en coma;
exploradores del viento,
de la raya de sangre en el ala blanca,
y del suave nácar por la vertiente no,
de caderas y corrales,
descosiendo ignorantes para que suelten la arena,
en desiertos de relojes, en conciertos de calderas,
con la flecha que señala la dirección de la niebla,
a través de pastizales y las grietas de la herencia,
mastico de a poco el vacío,
donde coágulos de empeño subrayan la mirada,
la distancia que separa dos combates,
la intención y el desalojo,
la ilusión y el desconcierto,
de la llama el alimento y el terror
de la ceniza con su calma,
a escondidas de los soles
que descansan bajo un párpado,
desciende en las ventanas un cielo traicionero,
la oscuridad del día se vuelve insoportable
y de la luna,
exprimida hasta el hartazgo por los siglos,
ya no cae ni el hollejo.
Tres de la mañana.
La luz y la sombra:
el cuerpo del tambor.
Quise una luz que alzara una sombra
¡Upa! que diera fe de mi cuerpo
sin embargo absorbido,
por lo ido oscuro nuevamente,
en su fuente duro
se hunde un cuerpo,
desconsuelo de la luz,
máquina blanda que ladra y calcula.
Estiro la lengua y no me alcanza,
para peinarme el lomo esta noche.
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